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DE LO QUE QUEDA
¿Por qué creí que saldrías de la nada?
¿Por qué, con todo lo que ofrece el mundo,
vendrías solo porque yo estaba aquí?
Mark Strand
Me contaba hace poco Jill Schoolman, la editora estadounidense del escritor noruego Karl Ove Knausgard, que el autor estaba obsesionado con aquello que sus hijos recordarían de su niñez, se preguntaba constantemente qué quedaría grabado en su memoria y si él sería capaz de hacerlo todo medianamente bien como padre para que los recuerdos de sus hijos sobre sus primeros años en la tierra fueran felices. Tal vez por eso se propuso escribir su monumental obra Mi lucha, una novela dividida a su vez en cuatro novelas autónomas, en la que cuenta, palabra por palabra, página a página, toda su vida. O lo que él recuerda de ella, aquello que ha permanecido en su memoria. Un libro que surge, dicho sea de paso, del fracaso de sus anteriores libros, de su convencimiento de que él es un escritor mediocre.
Desde siempre he pensado que la fotografía tiene algo que ver con los recuerdos, al fin y al cabo, las fotografías también son pequeñas partes de la vida, fragmentos que, con solo una imagen, nos pueden decir algo esencial. La fotografía es aquello que queda de lo vivido y de lo sentido. Por eso me pregunto por qué el fotógrafo ha querido perpetuar una u otra vivencia, escena o imagen. O si lo ha hecho intuitivamente, que también vale. No todo tiene que ver con la conciencia, con lo pensado, con lo anteriormente planificado. Seguramente, los mejores recuerdos de los hijos de Ove Knausgard serán momentos no planeados por los padres, sino que han surgido de la espontaneidad.
Las fotografías que componen este libro me crean muchas interrogantes, y eso me gusta. No son obras cerradas, obras completas, sino que crean en mi cierta incertidumbre: algunas de ellas captan el movimiento, otras son escenas inquietantes, u momentos del día donde todo toma otro sentido, como en aquel amanecer de un cuento de Raymond Carver en el que un hombre abatido se encuentra entre la niebla matinal un caballo blanco. Entonces todo cambia, por un instante, su vida adquiere otro sentido. Aunque poco después todo vuelva a ser como antes, aquella imagen lo sacará de su fatal rutina y le hará ver la realidad de manera diferente. Las fotos de este libro también tienen algo así; plantean preguntas, te hacen mover de tu posición habitual.
Me acuerdo de mis primeros años como escritor. Tenía muy claro lo que no me gustaba. Huía de lo convencional, de los paisajes trillados, de los clichés, buscaba caminos nunca andados. Y lo sigo haciendo. Recuerdo que me costaba mucho llevar al papel aquello que me gustaba, aquello que veía tan claro en mi mente. Creo que lo único que he conseguido en estos últimos años ha sido reducir la distancia entre mi cerebro y mi mano, adquirir la confianza de que domino cada vez más el oficio. Es algo que por una parte me tranquiliza, sin embargo, luego siempre vuelvo a plantearme nuevos retos, quiero hacer aquello que no sé, aprender, fracasar en el intento, volver a caer. La comodidad me resulta incomoda. Y me asusta. Veo ese espíritu en este libro, el espíritu de querer buscar nuevos caminos, de por una parte querer dominar la técnica y por otra de querer volver empezar de cero con una nueva.
Y es que la constricción no tiene por qué ser negativa. La constricción es creativa. Los maestros del barroco eran contratados para pintar retratos de reyes, eso era lo que les daba de comer. Pero aún así eran capaces de pintar obras maestras como Las meninas, cuadro que en un primer plano tiene a unas niñas y un perro y donde los reyes casi no se ven. La constricción es la base de la mejor poesía y de las mejores novelas. William Faulkner se planteó narrar las historias mediante diferentes voces, diferentes puntos de vista, algo nunca visto hasta entonces. Voces, además, provenientes de gente marginada. Mucha gente pensaría que se estaba poniendo trabas en su camino creativo pero en realidad esos obstáculos formales convirtieron su obra mucho mejor, lo llevaron a escenarios que él nunca habría imaginado. No hay que temer a las limitaciones que uno mismo se impone. Poder contarlo todo con solo una imagen, no hay nada más sublime, desprenderse de todo lo accesorio. Es lo que hace la buena fotografía.
Decía en gran historiador de arte Ernest Gombrich que el Arte con A mayúscula no existía, que tan solo existen los artistas. En este libro he podido ver un buen puñado de ellos.
Kirmen Uribe, escritor.